Un artículo de @JJNieto publicado en su Blog Individual o Zona, en el que puedes encontrar artículos muy interesantes. ¡Os lo recomendamos!
Ayer una persona del baloncesto me decía que todo lo que tienen que hacer los chicos en una pista es divertirse, regresar a casa con una sonrisa, contando anécdotas, aunque sean sobre un compañero que se tropezó al ir a solicitar el cambio o sobre las zapatillas rosas del árbitro (que, por supuesto, pedirá para su cumpleaños). No le dije, porque suponía abrir un debate en un foro que no era el apropiado, que para el tipo de diversión de la que él me hablaba existen piscinas de bolas, hinchables, restaurantes de comida rápida, pintacaras,… Actividades y centros de ocio que no deberían constituir una competencia para el baloncesto de formación al que en otra entrada definí como “su asignatura favorita”.
Entre otras cosas porque en un hinchable o en una piscina de bolas el entretenimiento es esencialmente egocéntrico: gana el que se lo pasa mejor, aunque sea empujando al de al lado, no respetando los turnos de juego o luciéndose de cara a los adultos, tres comportamientos incompatibles con ser un buen jugador de baloncesto. Por el contrario, en el seno de un equipo, la diversión o es colectiva o no es, porque las satisfacciones derivan de acciones conjuntas en las que al menos dos jugadores intervienen. Es más, incluso cuando los protoonanistas compulsivos amasan el balón necesitan la colaboración de un segundo y un tercero que, con sus movimientos le proporcionen espacio.
Es más, en baloncesto, como en todos los deportes de equipo, un factor clave es la concentración, incompatible a todas luces con esa diversión exhibicionista y egocéntrica de la que esta persona me hablaba. La desconcentración vuelve inútiles los esfuerzos de quienes hacen lo correcto, genera desconfianza, siembra discordia y, por lo tanto, impide esa diversión colectiva de la que yo hablo. Del mismo modo, para que el baloncesto sea entretenido, al menos desde mi punto de vista, no caben comportamientos irresponsables, autovaloraciones generosas de las acciones de uno mismo, la típica exculpación que sigue al lloro de un niño que acaba de romper un recuerdo de Benidorm: “se habrá caído solo”. Tampoco dedos que señalan, que apuntan como la mira del rifle a quien no dio un pase que, en el noventa por ciento de los casos, no vio.
De ahí que el entrenador deba convertirse en la pesadilla del ochenta por ciento de los padres (aunque yo he dado casi siempre con el veinte restante), incómodos observadores de los sacrificios de sus hijos, sufridores por cuenta ajena de sus minutos en el banquillo, de las correcciones tras una mala decisión. Es lo que tiene asistir in situ a la reunión de evaluación, donde se discuten las notas y, en este caso, se reparten los minutos, las oportunidades de lanzar, el rol dentro del colectivo. Surgen así las comparaciones y, como casi siempre, cuesta alegrarse por el vecino que se ha comprado un Mercedes y aceptar que el 600 ya no funciona como antes.
Por eso huyo del “que se diviertan”, de la ligereza con la que lo pronuncian aquellos que nunca estuvieron en la trinchera defensiva o asediando el fuerte contrario. Los estándares de exigencia, cada vez más bajos, son los mismos que los de la diversión, un sustantivo que pierde peso cada día que lo convertimos en sinónimo de distraimiento, pereza autocomplaciente o narcisismo. Ahora que tememos por un retroceso en los derechos sociales, haríamos bien en alinearnos también en contra de esta espiral de banalidad que impregna relaciones, compromisos laborales y, quizá lo más grave, también el juego, esa cosa tan seria.
Pero que se diviertan, claro, sacrificando el cuerpo para forzar una falta de ataque y evitar una bandeja (aunque lleguen magullados a la comida familiar del domingo), esprintando para llegar los primeros al ataque, pero también a la defensa (aunque lleguen reventados a casa), jugando sin balón, haciendo lo correcto (aunque no se vea); regulando los impulsos egoístas, no los esfuerzos. Que se diviertan, claro, aplaudiendo las buenas acciones de sus compañeros (también de los rivales, por qué no), comunicando sus puntos de vista con humildad, no con soberbia, aceptando la honestidad y la falibilidad del árbitro (cuestionarla es cuestionarnos a nosotros mismos), entendiendo que si no crearon una ventaja otro lo podrá hacer por ellos, pues no son superhéroes. Son humanos, felizmente humanos. Y jugadores de baloncesto, no simplemente niños que confundieron, guiados por un mensaje equivocado, ese lugar sagrado de la solidaridad y el sacrificio, que es una cancha, con una piscina de bolas.
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